En un mundo globalizado en el que los fenómenos económicos no conocen fronteras administrativas, jurisdiccionales o geográficas, lo que sucede en regiones aparentemente lejanas del planeta termina afectando a gran parte de los países del mundo, y América Latina y México no son la excepción. Hablamos de elementos macroeconómicos que, en última instancia, repercuten en la economía nacional, las finanzas de los gobiernos estales y municipales y, con ello, directamente en los ciudadanos; ejemplo de esto es la reciente caída de los precios del petróleo (ocasionada, entre otros factores, por el incremento de su producción en Medio Oriente y Rusia), cuyo efecto sobre otros países productores de hidrocarburos –como el nuestro– provoca una urgente necesidad de competir mejor en el mercado, y –en mayor medida– plantea una mejor forma de diversificar las fuentes de ingreso nacionales.
Generalmente una sobreoferta petrolera –de cualquier producto, en sí– trae consigo una caída en los valores; así funciona el mercado. Pero si a esta circunstancia sumamos los efectos de la pandemia del coronavirus, el retroceso tanto de las bolsas del mundo como de la economía global, que amenaza con una recesión, la situación financiera en México luce compleja: para los gobiernos estatales y municipales, el contexto actual es motivo de alarma. Recordemos que la gran mayoría de los gobiernos locales depende de las transferencias federales consagradas en la Ley de Coordinación Fiscal, es decir, del Ramo General 33 (Fondos de Aportaciones) y del Ramo 28 (Participaciones), y ambos derivan –en gran medida– de los ingresos obtenidos por la venta de hidrocarburos y de los impuestos al trabajo (ISR), al consumo (IVA) y especiales a la producción y servicios (IEPS). Estas fuentes de ingresos, entre otras, conforman la llamada Recaudación Federal Participable (RFP), que es una bolsa de recursos de la que se calculan y asignan los fondos que se transfieren a entidades federativas y municipios.
Como se advierte, pues, la RFP está sujeta a las variaciones de la economía nacional e internacional y, consecuentemente, los recursos que reciben los estados y municipios también varían positiva o negativamente según el entorno global. Así, el razonamiento para estar atentos a una contingencia económica financiera gubernamental es sencillo: si el precio del petróleo cae respecto a lo previsto en los criterios generales de política económica 2020 (que en agosto de 2019 estimó en 52.6 y 57.4 dólares por barril de petróleo para el WTI y el Brent, mientras que en marzo de 2020 llegó a estar hasta en 21.5 y 25.1 dólares por barril, respectivamente), el país recibirá menores ingresos por la venta del crudo. Asimismo, si la economía se contrae, el consumo de bienes y servicios se verá mermado y, por ende, la recaudación del IVA será menor; podría haber una pérdida de empleos que traería consigo una menor recaudación de ISR y, de manera concomitante, el monto a recuperar por IPES también saldría afectado.
En un muy probable escenario de baja obtención de recursos del gobierno federal, estados y municipios recibirían un menor monto de transferencias federales. Y aunque para el año 2020 el gobierno nacional instrumentó amortiguadores fiscales (como las coberturas contratadas contra la eventual baja del precio del petróleo estimada en la Ley de Ingresos del presente año y el Fondo de Estabilización de Ingresos Presupuestarios, que al segundo trimestre de 2019 contaba con un saldo de 296.3 millones de pesos), el próximo año el costo de contratar el “seguro” de coberturas será más elevado, los recursos del Fondo de Estabilización se verán disminuidos por ser empleados desde ya y, también, la repercusión de una posible tendencia a la baja en la recaudación de impuestos haría que la RFP no tuviera crecimiento o se contrajera.
No hace mucho, en 2008 y 2009, por causas distintas a las del presente año, una crisis económica de alcance internacional golpeó los ingresos federales y repercutió en las haciendas locales. Hoy este fenómeno amenaza otra vez a los gobiernos estatales y municipales, por ello, desde este espacio, llamo a los titulares y responsables de las oficialías mayores, tesorerías, secretarías de hacienda y administración, a tomar las previsiones que el caso requiere. Al efecto, la implementación de acciones para eficientar el gasto público y obtener mayores recursos propios sería oportuna, como lo es aplicar los recursos federales oportunamente, agilizar los estudios y la ejecución de obras públicas, aplicar tecnologías para el cobro de contribuciones y facilitar su pago, ampliar la base tributaria de los impuestos a la propiedad raíz (operando una fiscalización y recaudación justa y con apego a derecho), y hacer uso del procedimiento administrativo de ejecución cuando así se requiera; pero también será importante que las haciendas locales instrumenten políticas de tipo subsidiario y redistributivo, a fin de promover o reactivar la actividad económica –lastimada por una eminentemente crisis económica– y equilibrar el desarrollo local y regional.
Finalmente, cierto es que, en México, los gobiernos municipales no tienen potestades tributarias, pero están facultados para obtener recursos relacionados con el “hacer ciudad” –es decir, para allegarse de ingresos mediante el cobro de impuestos y derechos– y una efectiva recaudación de éstos depende de la voluntad política de ediles y de la capacidad técnica de servidores públicos encargados de las tareas hacendarias. Así, ante un panorama económico como el de hoy, se requiere, más que nunca, que los gobiernos locales actúen con transparencia y responsabilidad para que el ámbito de lo local ofrezca soluciones desde abajo, desde lo micro, a problemáticas externas que afectan el campo de lo macroeconómico pero también la cotidianeidad ciudadana.